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China
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Leshan
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Sin palabras para explicar la experiencia del Buda de Leshan
"Vivían en los alrededores salvajes de Leshan, la montaña sagrada, donde se hallaba esculpida la mayor estarua de Buda, quince metros de alto. Con los ojos entreabiertos, la estatua observaba risueña, pícara y plácida." Zoe Valdes. La eternidad del instante. |
El Gran Buda de Leshan era una de las asignaturas que nos había quedado pendiente de nuestro anterior viaje y el cincuenta por ciento de nuestro interés en Chengdu, el otro cincuenta, los osos Panda, lo resolveríamos al día siguiente.
El día amaneció gris, muy gris y cuando emprendimos camino a la estación de autobuses se desencadenó el diluvio. Bajo un cielo que, literalmente se desplomaba sobre nuestras cabezas, llegamos a la estación sobre las 8:30 horas. Los controles de seguridad fueron sencillos y tampoco nos costó demasiado encontrar la cola correcta para el autobús que nos tenía que llevar a Leshan.
Ya en camino, y cuando parecía que el destino se apiadaba de nosotros pues había dejado por fin de llover, un monumental atasco en la autopista nos tiene más de una hora completamente inmóviles. Dado que por el sentido contrario los vehículos circulan con normalidad, suponemos que se trata de un accidente o una avería que ha bloqueado el camino en nuestro sentido.
Durante esa hora asistimos a una gratuita lección del más puro estoicismo zen, sin inmutarse, sin que nadie se ponga nervioso –a excepción de nosotros, claro-, todo el mundo se organiza para hacer más llevadera la espera. Salimos a la carretera y se montan corrillos donde algunos comen, otros fuman, incluso aparece algún mazo de cartas… simplemente se trata de pasar el tiempo.
Y el tiempo pasa, y tan sorpresivamente como se hizo el atasco, éste se deshace y a buena marcha llegamos hasta Leshan. Al bajar del autobús, numerosas manos nos indican y señalan las minivans que, por 5 Y, nos conducirán hasta la entrada misma del recinto que aloja al gran Buda.
El tiempo se mantiene inestable, ahora llueve, ahora no, lo que no nos impide disfrutar del camino y la visita. El paseo por el monte Lingyun es extremadamente agradable, se trata de emprender una ligera ascensión en la que se suceden las estatuas budistas, edificaciones religiosas, tumbas, cascadas y escaleras, muchas escaleras, pero cuando finalmente se llega hasta el Buda, se desvanece cualquier inconveniente, es absolutamente impresionante..jpg)
Y lo es casi tanto como la cola de personas que están dispuestas a esperar para bajar los 250 peldaños de la escalera que, zigzaegando, conduce desde la cabeza hasta los pies de la estatua.
Resulta ser una espera de cerca de hora y media, amenizada a veces por la lluvia. Nos hacen fotos, hacemos fotos, nos divertimos con las infructuosas estratagemas de un abuelo para colarse con su nieto, y así va pasando el tiempo hasta que, por fin, podemos iniciar el descenso.
Ciertamente no tengo palabras para expresar lo que significa la experiencia. Un descenso por los 71 metros de una estatua esculpida en la montaña hace más de 1.200 años hasta llegar a la base, donde los pies de 11 metros de largo parecen que puedan tocar el agua de los ríos Minjiang, Dadu y Qingyi que allí confluyen. Y al frente, el monte sagrado Emei. Las sensaciones vividas superan ampliamente las expectativas que teníamos en la visita.
Allí, en la base, agradecemos el hecho de haber venido por nuestra cuenta, pues la mayoría de las excursiones organizadas se contentan con ver el Buda desde la cabeza y renuncian a llegar a la base. Creemos que, llegar hasta aquí y no hacerlo es un auténtico crimen.

Después de un buen rato disfrutando a los pies de la estatua, iniciamos el ascenso por el lado contrario al del que venimos, por un camino que nos conduce hasta un pequeño pueblo de pescadores que, una vez atravesado, desemboca en el espectacular puente de Haoshang, cerca ya de la salida sur del recinto.
Estamos lejos de la entrada principal y tomamos unos tuk-tuks eléctricos que nos dejan en la entrada, donde una minivan nos conduce hasta un autocar pirata -aunque al principio no nos percatamos de ello- que por 50 Y nos llevará de regreso a Chengdu.
Nos deja en una calle lateral, a unos 50 metros de la estación oficial de autobuses, y al bajar encontramos una multitud de motocicletas-taxi esperando a los viajeros. No es nuestro caso, pues preferimos caminar para conocer un poco de la vida cotidiana de la ciudad. Nos adentramos por calles y callejuelas, acercándonos a nuestro hotel, pero antes de llegar cenamos en un restaurante al que habíamos echado el ojo la noche anterior. La carta está en inglés y pedimos lenguas de pato y pollo, por supuesto picantes, pero qué le vamos a hacer se trata de Sichuan y si cientos de chinos acuden cada año a Sichuan para disfrutar de su cocina picante no vamos a ser nosotros quienes les llevemos la contraria. Comemos sí, pero no podemos decir que en Sichuan disfrutásemos demasiado de la comida.
El día amaneció gris, muy gris y cuando emprendimos camino a la estación de autobuses se desencadenó el diluvio. Bajo un cielo que, literalmente se desplomaba sobre nuestras cabezas, llegamos a la estación sobre las 8:30 horas. Los controles de seguridad fueron sencillos y tampoco nos costó demasiado encontrar la cola correcta para el autobús que nos tenía que llevar a Leshan.
Ya en camino, y cuando parecía que el destino se apiadaba de nosotros pues había dejado por fin de llover, un monumental atasco en la autopista nos tiene más de una hora completamente inmóviles. Dado que por el sentido contrario los vehículos circulan con normalidad, suponemos que se trata de un accidente o una avería que ha bloqueado el camino en nuestro sentido.
Durante esa hora asistimos a una gratuita lección del más puro estoicismo zen, sin inmutarse, sin que nadie se ponga nervioso –a excepción de nosotros, claro-, todo el mundo se organiza para hacer más llevadera la espera. Salimos a la carretera y se montan corrillos donde algunos comen, otros fuman, incluso aparece algún mazo de cartas… simplemente se trata de pasar el tiempo.
Y el tiempo pasa, y tan sorpresivamente como se hizo el atasco, éste se deshace y a buena marcha llegamos hasta Leshan. Al bajar del autobús, numerosas manos nos indican y señalan las minivans que, por 5 Y, nos conducirán hasta la entrada misma del recinto que aloja al gran Buda.
El tiempo se mantiene inestable, ahora llueve, ahora no, lo que no nos impide disfrutar del camino y la visita. El paseo por el monte Lingyun es extremadamente agradable, se trata de emprender una ligera ascensión en la que se suceden las estatuas budistas, edificaciones religiosas, tumbas, cascadas y escaleras, muchas escaleras, pero cuando finalmente se llega hasta el Buda, se desvanece cualquier inconveniente, es absolutamente impresionante.
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Y lo es casi tanto como la cola de personas que están dispuestas a esperar para bajar los 250 peldaños de la escalera que, zigzaegando, conduce desde la cabeza hasta los pies de la estatua.
Resulta ser una espera de cerca de hora y media, amenizada a veces por la lluvia. Nos hacen fotos, hacemos fotos, nos divertimos con las infructuosas estratagemas de un abuelo para colarse con su nieto, y así va pasando el tiempo hasta que, por fin, podemos iniciar el descenso.
Ciertamente no tengo palabras para expresar lo que significa la experiencia. Un descenso por los 71 metros de una estatua esculpida en la montaña hace más de 1.200 años hasta llegar a la base, donde los pies de 11 metros de largo parecen que puedan tocar el agua de los ríos Minjiang, Dadu y Qingyi que allí confluyen. Y al frente, el monte sagrado Emei. Las sensaciones vividas superan ampliamente las expectativas que teníamos en la visita.
Allí, en la base, agradecemos el hecho de haber venido por nuestra cuenta, pues la mayoría de las excursiones organizadas se contentan con ver el Buda desde la cabeza y renuncian a llegar a la base. Creemos que, llegar hasta aquí y no hacerlo es un auténtico crimen.

Después de un buen rato disfrutando a los pies de la estatua, iniciamos el ascenso por el lado contrario al del que venimos, por un camino que nos conduce hasta un pequeño pueblo de pescadores que, una vez atravesado, desemboca en el espectacular puente de Haoshang, cerca ya de la salida sur del recinto.
Estamos lejos de la entrada principal y tomamos unos tuk-tuks eléctricos que nos dejan en la entrada, donde una minivan nos conduce hasta un autocar pirata -aunque al principio no nos percatamos de ello- que por 50 Y nos llevará de regreso a Chengdu.
Nos deja en una calle lateral, a unos 50 metros de la estación oficial de autobuses, y al bajar encontramos una multitud de motocicletas-taxi esperando a los viajeros. No es nuestro caso, pues preferimos caminar para conocer un poco de la vida cotidiana de la ciudad. Nos adentramos por calles y callejuelas, acercándonos a nuestro hotel, pero antes de llegar cenamos en un restaurante al que habíamos echado el ojo la noche anterior. La carta está en inglés y pedimos lenguas de pato y pollo, por supuesto picantes, pero qué le vamos a hacer se trata de Sichuan y si cientos de chinos acuden cada año a Sichuan para disfrutar de su cocina picante no vamos a ser nosotros quienes les llevemos la contraria. Comemos sí, pero no podemos decir que en Sichuan disfrutásemos demasiado de la comida.
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